Inicio > Documentos > 2006_05_31_pintor_de_batallas
En adelante, Venecia sería siempre para Faulques [...] la tenue luz amarillenta que entraba por la ventana cuando, ante la gran cama de matrimonio, tras despojarse de los abrigos mojados, él le alzó muy despacio el vestido hasta las caderas mientras ella le miraba los ojos en la penumbra con una intensidad fija e impasible, medio rostro iluminado apenas, bella como un sueño. En ese momento Faulques se alegró en su corazón - un gozo tranquilo y salvaje a un tiempo - de que no lo hubiesen matado ninguna de las veces que eso hubiera sido posible; porque en tal caso no estaría allí esa noche, desnudando las caderas de Olvido, y nunca la habría visto retroceder hasta recostarse en la cama, sobre la colcha intacta, sin dejar de mirarlo entre el cabello suelto y mojado de aguanieve que se le derramaba sobre la cara, la falda subida hasta la cintura, abriendo despacio las piernas con una deliberada mezcla de sumisión e impúdico desafío, mientras él, impecablemente vestido todavía, se arrodillaba ante ella y acercaba la boca, entumecida por el frío de la noche, a la oscura convergencia de aquellos muslos largos y perfectos, en cuyo centro latía, suavísima, deliciosamente húmeda al contacto con sus labios y su lengua, la carne espléndida de la mujer a la que amaba.
El pintor de batallas. Arturo Peréz-Reverte.
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