Montánchez visto desde lejos, paseando con Miguel Angel y Diana al atardecer (octubre 2005)
En otoño del 2005 coincidí con un compañero de carrera en unas jornadas. Él me reconoció y yo no, cosas de ser mujer y subdelegada de alumnos en unos tiempos en que en la Escuela había muy muy pocas mujeres. Fue una suerte, porque los recuerdos de aquellos tiempos son el pasado pero la amistad de Miguel Angel y Diana y su cariño han formado parte de mi presente desde entonces. Ellos se acababan de ir a vivir a un pueblo de Extremadura, Montánchez, relativamente cerca de donde yo voy los fines de semana. Empecé a visitarles procurando llegar a tiempo para dar un paseo antes del anochecer y me quedaba luego hasta altas horas de la noche porque me resultaba imposible encontrar el momento de despedirme. Lo cierto es que daba gusto hablar con ellos de todo y de nada y las horas se pasaban volando. Miguel Angel sabía mucho de muchas cosas: de software y de ingeniería, era un profesional muy apreciado por sus colegas, pero también era un espíritu curioso que organizaba en un café de Malasaña unas tertulias muy animadas con historiadores, pintores, cineastas, músicos... Esa misma curiosidad le hacía interesarse por todo lo que le rodeaba y se le veía feliz descubriendo la vida en el pueblo. Daba gusto verle disfrutar planeando la instalación de minicentrales hidráulicas en el río y la recuperación de los viejos molinos, averiguando como funcionaba los hornos romanos cuyas ruinas se encuentran desperdigadas por los alrededores del pueblo, asistiendo a los plenos del ayuntamiento, conectando con la gente del lugar gracias a su simpatía, su buen humor y su interés por intercambiar con ellos puntos de vistas e ideas. En nuestros paseos compartí con ellos las cosas que he ido aprendiendo de la zona, a coger espárragos trigueros silvestres que luego hacíamos en un revuelto, a distinguir pájaros y plantas, pero las últimas veces ya sabían más ellos que yo.
Hace unos meses le diagnosticaron un cáncer y ayer me llamó Diana para decirme que había muerto.
Seguí paseando por la ría de Bilbao, donde me pilló la noticia, mirando el agua que se va y no vuelve, con el corazón encogido, pensando en que Miguel Angel seguro que tenía muchas más cosas de las que hablar, muchas más cosas que hacer, mucho cariño y sosiego por repartir, una vida por vivir y que la gente no se debería ir así, dejando un vacío tan grande, tan pronto.
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